viernes, 18 de abril de 2014

Acidez en los días

Dedicado a quienes logran mantener una actitud positiva cada día y cada noche, a pesar de las fuertes presiones, los sangrantes contrastes y la pesantez de los momentos difíciles. Muy en especial dedicado a mis compañeras de esta gran aventura, Verónica y Zara, que sin dificultad comprenderán cada palabra de las que vienen abajo, por afrontar con valentía y amor a la lucha cada problema vivido. En todos estos meses no he dejado de valorar la fortuna que supone teneros a mi lado. Gracias.


Dedicado a todas las compañeras/os que aún no conozco y que paralelamente viven situaciones como las nuestras, hundiéndose en mares de dudas para después salir a flote merced a su trabajo. A todas las/os que están, en cualquier parte de la superficie que habitamos, sacando de su llanto la fuerza para seguir adelante, creyendo en lo que hacen. Y a todas las/os que no están ahora, que murieron escapando o bien atrapadas en su rutina de sometimiento al autoritario. Que aún mueren cada día. No os olvidamos.

Y como siempre dedicado a ti, que me lees ahora, porque sin tu lectura estas palabras quedarían como muertas en algún espacio de la red, y tú las das vida... según las vas enlazando unas con otras en tu lectura atenta. A ti, que persistes en tu trabajo diario de recomposición tras derrotas que quizás aún no has compartido con nadie. Ánimo, compañera, compañero. No estamos solas/os, y nada puede extirparnos este conocimiento: la conciencia de que somos muchas/os peleando en el mismo frente. Ánimo.



Como esa carcajada ácida del final de las tragicomedias
que deja un regusto agrio como de limón ennegreciéndose;
como ese chiste que, a fuerza de agrandar los defectos de unas,
provoca risas hirientes entre otras gentes.

Acidez.

Como esa ropa empapada por la lluvia
que provoca un frío incómodo
a la espera de una toalla.

Ácidos los días.
Como cuando las niñas embarradas trasladan cubos
inmensos de un agua lejana y cara
mientras yo mastico una tostada untada.

Momentos ácidos.
Como ese ignorar alegre del sufrir intenso de la vida
que llevamos cuando elegimos suavizante para el cabello
con aroma de coco y piña.

Cargadas de objetos caminamos
por una tierra de pantalones polvorientos
y pieles secas, deshidratadas.

No me latigo, lo sé: no somos las únicas.
Las burguesías locales lo arruinan todo,
arrodilladas ante las burguesías extranjeras
que mantienen sus privilegios.

Es aún más complicado,
más de lo que pensábamos.

Siento acidez en el estómago,
una bocanada de amarga bilis
de vida diaria plagada de contrastes.


Nuestra casa

Nuestra casa no tiene muros
altos como los de las fronteras de Europa.
Nuestra casa no tiene muros
como los de los ministros del partido.

Nuestra casa no tiene muros,
no tiene muros muy altos.
Por eso las niñas/os se aglutinan en la puerta,
tras la baranda, a mirar cómo comemos.

Dadme una tregua, por favor.
Expulsamos a los niños. No, en casa también no.
¿Cómo me recompongo de esto?
Dejadme de mirar, necesito mi espacio.

Mi espacio. Un espacio privado.
Qué facil es vivir tranquila en nuestros
pisos, parques y países amurallados,
colmados con alambres de espinos.
Y hombres uniformados en las puertas.

Y resulta que la tierra es común,
que no hay fronteras para la necesidad.
Y mirarlo a la cara es amargo.

A veces un plato de arroz para las niñas que vienen.
Hoy una peli, hoy unas canciones.
Hoy unos cuadernos
que sobraban de las donaciones.

Hoy dejadnos tranquilas, no podemos más.
No podemos mantener a todas las niñas/os del pueblo.
No podemos solucionar vuestros problemas.
Ha sido un día duro de trabajo y de vida
y necesitamos una desconexión.
Y aquí no tenemos muros.

Echo de menos los muros.
¿Hipocresía? No. Humanas.
Somos humanas. Y esto es mucho.
La cabeza nos estalla. Soy sincera.


El transporte

La espera.
Esperamos a que se llenen los autobuses.
Esos autobuses traídos de Europa y Asia,
fabricados especiales para aquí.
Donde allí caben 30 plazas, aquí son 70.

Ocho en un cinco plazas:
cuatro alante, cuatro atrás.
Siempre crees que no caben,
y siempre caben. Cabemos.
Se presionan los límites,
si es que los hay. Empujan.

Lunas agrietadas como raíces de árboles,
expandiéndose por toda la superficie.
Puertas que se abren con alambres y
con truco, ruedas que, mordidas,
pinchan cada corto viaje.

Las motos. Dos ruedas para tres o
cuatro personas, y las cargas,
y las mesas, y los cerdos,
y las cabras.

Mientras, me imagino, las tecnologías
en airbags, y los coches automáticos,
y las lunas nuevas,
de ésas que se oscurecen con el sol.
Me imagino las campañas de
de seguridad vial de allí
y las multas por embriaguez.
(Las multas por casi todo)

Los hombres. Los señores del transporte,
los maridos y los padres,
conductores de las vidas
de todas las poblaciones.
Bebiendo. Gastando.
¡No, mujer, hay de todo! Ya.

Y mientras,
las pequeñas/os se me acercan
vendiendo clínex y chicles,
galletas y linternitas,
calcetines y libretas.

Miro por el cristal de polvo:
no quiero nada, gracias.
Y si insisten, casi les echo,
aunque mantengo la simpatía
con esa sonrisa rancia...
jugando a adivinar su edad.

Hoy vi un coche quemado.
Ayer, del bus salía humo.
Las ruedas también se pincharon.
La velocidad es excesiva.
Mucho riesgo, mucho.
Cuanto más rápido, más viajes:
más francos que puedes ganar.

Echo de menos el transporte rico,
el que sale de las estaciones a punto
estén vendidos o no todos los billetes,
el que tiene cinturones
y respeta unas normas básicas.

Echo de menos un coche.
¿Me avergüenzo? No.
Sólo estoy cansada de tener tanto miedo
evitable. Pero es lo que hay.
Somos una más aquí.
Nuestra vida vale lo mismo.


Algunas rutinas

I

No tenemos máquina lavadora.
Qué ausencia notable, para tantos
días en una tierra tan polvorientas
y tan plagado el cuerpo de sudores.
Qué ausencia... para nosotras.

Nuestros jabones y barreños
se llenan de agua limpia que conseguimos
sin gran dificultad, comparándola a
la local, claro.
Seguimos sin ser iguales. ¿Queremos?
¿Podríamos soportar más? ¿Deberíamos?

Las mujeres y las niñas andan mucho
para lavar sus ropas y las de sus maridos
o hermanos en esos riachuelos azules
por los vertidos. Con jabones imaginados
a veces. Tengo náuseas. Tenemos.
Una náusea de injustos momentos.

(Suerte que tengo dinero para pagarme
unas medicinas que me suavicen la acidez).

Jabones y agua limpia.
Y unos barreños. No se necesita más
para lavar la ropa. Y muchas sueñan,
sueñan con tenerlo. Sólo eso. “Sólo”.
Yo sueño ahora con una lavadora
que me quite este dolor de brazos
y este cansancio pesado. Son muchos días.


II

Puedo tenerla, cuando decida huír de
esta realidad. Maldita fortuna la nuestra.
Una decisión libre, un manojo de papeles
morados de diez mil francos que salen de
un cajero bancario, en el que sólo veo
blancos y cameruneses ricos.
Y los bancos son como en Europa.

Son como siempre, iguales en todo el mundo,
al menos el mundo (poco) que conozco.
Como las gasolineras,
con esa construcción genérica,
ese único resquicio occidental
que me hace sentir como en casa.

Cuando piso una gasolinera,
me siento como en el barrio.
Me sube una ola ácida de nuevo.
¿De dónde vengo yo?
Y me repito, nos repetimos, que nada es casual.


III

Hemos visto estaciones petrolíferas
explotadas por la France. Con trabajadores/as
uniformadas/os como ahí arriba hacemos.
Y de nuevo la sensación de estar en casa
al ver a los obreros/as con monos amarillos y
naranjas chillones, cascos blancos y botas
de punta de acero.

Vaya, el petróleo me recuerda a
chez moi”. Casi todo lo demás, me es ajeno.
¿Quién soy, quiénes somos, compañera?


IV

Los mercados me atosigan
(ya os lo conté hace meses),
con sus montones de gente
agarrando y empujando,
ofreciendo y pidiéndonos tanto...

Nos satura el día. Muchos ojos fijos
nos han atravesado hoy el cuerpo,
el alma, o lo que sea atravesable así.
Encierran a la vecina para que no se
escape: nacer con discapacidad intelectual
o física es una culpa imperdonable.

Mejor compramos en el supermercado.
Ese a estilo europeo que tiene pasillos
plagados de productos que un ínfimo
porcentaje de la población del país
podrá adquirir. Y ahí estamos nosotras.
Y me siento como en casa.

V

¿Quién cojones soy?
Compañera, abrázame.
Esto es demasiado fuerte.
Sí, mejor compremos galletas con chocolate.
Esa acidez vuelve. Tragico-cómica.

Salimos con las bolsas llenas.
Nada en relación con lo que compraríamos
(y compráis, lectoras/es presentes)
allí en esa parte. Aquí mucho menos.
Pero mucho más de lo que la mayoría
podría asumir en muchos años.

Un señor herido se acerca a pedirnos
cien francos. No, perdone. Lo siento.
Y vaya que si lo sentimos.
Jodida contradicción constante.
Y nos animo, diciéndonos que no seamos
tan duras, que al menos lo estamos intentando.

Pero nos escuece la herida,
nos pica, nos roza la llaga
con el paso a paso del caminar.
Y nos apartamos a los niños de la calle
que vienen a agarrarnos del brazo.

Poco a poco, tenemos que asumir
contradicciones. No cargar con culpa,
sacar la fuerza, cantar con el ukelele
y comer colacao caliente con galletas.
O si no, lo dejamos todo. Y no queremos.

La leche en polvitos NIDO, de Nestlé.
El Nescafé, ese café robado de estas tierras
para volver fabricado en sachets de 50 FCA.
Robar materias primas, vender productos
manufacturados. Estamos aún ahí.
Y cómo escuece, sí. Será el Relec...

El dinero no circula.



La maladie: el dinero, o la resignación

Sin dinero, no hay salud.
No hay cartilla, no hay transporte
que te acerque al médico, no hay medicina.
(Ya os hablé también de ello).

Vete a casa.
No tengo dinero. Por favor tenga piedad
de mi hijo enfermo. Lo buscaré, buscaré
cómo pagarle.

Vete a casa.
La muerte le espera. A él y a ti.
Unos días de llanto intenso y rabia,
y seguirás adelante con tus días.
Sin dinero, esa es tu receta.

Y paciencia. Porque no hay nada más
que se pueda ofrecer y sea gratis.
'Ça va aller'. Es que no hay más opciones.
Resignación aprendida a la fuerza.

Mientras, me siento muy cansada.
Voy a coger uno de mis medicamentos de
mi bolsa repleta de ellos. Irónica vida.
Esa carcajada fúnebre...

El mundo del que venimos. Del que vengo.
Me meto arropada en el saco de dormir.
Para luego salir, claro.
Pero me meto.

No os escondo nada, os lo quiero contar todo.



Pon una blanche en tu vida

...O de los privilegios no meritorios,
sino fortuitos, de gracia,
como los de haber nacido
donde y como lo hemos hecho nosotras.

Y sólo tratamos de ser consecuentes,
de asumir la responsabilidad que nos toca,
por venir con tantas oportunidades de serie,
gratuitas. Somos responsables.
Y tenemos que estar orgullosas, compañeras...

Las miradas, los saludos,
los cariños o los abusos de la gente.
Eres la primera persona blanca con la que hablo,
me encantaría casarme con una blanca/o,
quiero ser como tú
(ya he hablado de eso también)

Sonrisas y respetos.
Gente buena.

Tratos preferentes.
Nos reservan el asiento delantero.
Nos agasajan o nos timan.
Discriminación positiva, o negativa.

Y las miradas.
De admiración o envidia.
Ojalá fuera tú,
tuviera tu pelo, viviera en tu casa.
Ojalá mi vida fuera la tuya.

Y aquí estamos nosotras, con nuestra vida.
Sin poder salir de nuestra blanca cobertura
que es la piel. Sólo trabajando,
y tratando de no morir en el intento.
Para sobrevivir, y contarlo.

Hay gente buena,
tampoco me cansaré de cantarlo.
Porque hundirnos, no quiero,
ni pienso permitirlo.

Un honor, la esperanza,
un orgullo tener una blanca
entre mi grupo de amigas/os.
Por favor, dame tu número.
Y un acoso constante,
de machos y machirulos
que no sabes cuándo empezar
a romper de cuajo.

Allí todo lo teníamos tan clarito...


Y como una taza de café amargo
que pasa lento por dentro del cuerpo
termino este escrito
en el ordenador que traje de España,
a pocos metros de muchas personas
que no han visto en su vida uno.


Gracias por haber leído hasta aquí. Eso es que te importa algo toda esta cuestión de la acidez de la vida, de la que tanto nos hemos venido protegiendo en nuestra vida. Igual me tomo un Almax, me lo voy a pensar. Vida callosa.

Muchos abrazos,
os quiero y os animo,
os mando mucha fuerza y amor.

No dejaremos de intentarlo,
una vez más lo repito.

-Isa-

No hay comentarios:

Publicar un comentario