sábado, 16 de enero de 2016

Su corazón también palpita


Hay muchas niñas/os que no tienen ya sueños, a quienes les ha vencido la resignación, que tienen miedo, a quienes les duele vivir, que están atrapadas/os en su rutina... hay muchas niñas solas/os. Yo quiero estar de su lado, mamá y papá. Yo quiero darles algo de lo mucho que me habéis dado. Quiero hacerles sentir que no están solas/os. Que sí pueden, que sigan adelante, que son personas valiosas. Quiero que el mundo les hiera menos, con su desprecio y con su (nuestra) indiferencia. Quiero que sonrían. Quiero darles amor, oportunidades, confianza, apoyo, refuerzo. Por eso, por todo eso, estoy aquí hoy. Y eso, de alguna remota manera, hace que sea feliz. Gracias.

Tenía que conocer todo esto, tenía que saber lo que está pasando, para poder aplicar una respuesta adaptada. Tenía que saber de qué iba el mundo. Y ahora algo más sé. Lo que sé me duele mucho, no puedo engañaros. Pero estoy agradecida de saber, de poder hacer algo para cambiar realidades concretas. Ignorar no era una opción válida para mí, lo sabéis. Estoy dispuesta a seguir haciendo reír a todas las niñas y niños que me cruce en mi camino. Estoy dispuesta a darles amor y respeto, a trabajar lo mejor posible para que sean más libres, para que puedan desarrollar todo su potencial, para que sean semilla del cambio positivo y nunca más testigos y cómplices del horror y el tormento. Quiero hacer todo eso. Y lo voy a seguir haciendo. No encuentro sentido a nada más que eso en mi vida. Gracias. Gracias. 
Os quiero”.

Hace unos años pensaba en todo lo que podía (yo) ayudar a aliviar el dolor en la infancia castigada por el sistema-global (que tiene un nombre, aunque dé no-sé-qué decirlo a muchas: capitalismo, sí, este sistema en el que los excedentes de producción alimentaria se tiran y las patentes farmacéuticas impiden la universalización de los servicios médicos; el mismo que entrega armamento pesado a niños de nueve a trece años para que puedan matar a otros humanos. Sí, este sistema en el que nuestra indiferencia hacia el sufrimiento ajeno es condición suficiente para que se perpetúe el horror ordenado, la violencia selectiva...). Trabajando por unos y otros rinconcitos de la ciudad, decidí un día coger un macuto (demasiado pesado, pienso ahora), y adentrarme en parte de las entrañas de la barbarie para la infancia, donde cada día se encontraban bebés entre las montañas de basura y se utilizaban los cuerpos de las niñas/os para el tráfico (diría "ilegal", pero a este punto es casi irrelevante) de órganos humanos... Donde hasta los orfelinatos daban miedo, eran cárceles permanentes de gritos, palizas, ratas y enfermedades contagiosas, que sólo (que no es poco, ¡por las diosas!) servían para garantizar la no-muerte. Estaba a miles de kilómetros de casa, pero tuve que hacer de eso mi casa (temporal, siempre supe que temporal, ¡bendito mi privilegio!).

Con los golpes, gritos, miradas y agarres de auxilio, con los ojos muertos de esperanza de cada una de las niñas y niños que me he ido topando en mi camino, he ido cambiando profundamente: muchas estructuras se han ido cayendo, al tiempo que otras nuevas visiones (sentires, pesares, dolores) sobre el mundo se han ido instalando, haciendo que mi mirada sea otra, siempre nueva, renovándose. No me preocupa lo mismo, mi escala de valores permanece inquebrantable, mi escala de dolores también. Serenidad, perseverancia, aceptación de lo existente, amor y mucho de inspiración y arropo colectivo (de esos en los que tanto insisto “referentes positivos”) permiten mantenerme en pie y emprender nuevas rutas (con mucha suela que gastar...).

Hace unos años pensaba en el gran potencial humano que tenemos para aliviar ese injusto sufrimiento de nuestras niñas y niños que nacen y respiran hoy los densos aires de podredumbre y plástico quemado que les dejamos respirar. Y es que, hace unos años, mientras pensaba todo eso, abracé por primera vez uno de esos cuerpecitos de infancia destinados a morir. Destinado a vivir el desamparo, el sufrimiento físico más agudo, la soledad y la ignorancia de su crecimiento. (Falta de estímulos, falta de cariño, falta de salud básica, falta de respeto...) Abracé su cuerpo, en el patio de esa cárcel que era el orfelinato, entre los muros de esa cárcel que era su país, entre los alambres de espino franqueados por armas de fuego que eran su pobreza. La temida “maldición de ser pobre”, una realidad consentida y perpetuada por otros humanos. Abrazaba su cuerpo en esa noche estrellada, como lo son todas las noches en las que no hay lluvias torrenciales en ese rinconcito abierto del planeta, y sentía como sus primeros dientes mordisqueaban mi camiseta. Quizás era la única persona en el mundo que se daría cuenta de eso, de sus primeras mordidas, de sus primeros balbuceos, de sus primeros movimientos erguidos y primeros usos de la motricidad gruesa!) Abrazaba a esa niña-bebé mientras quería que todo se detuviese. Que murieran todos “los malos” y sólo quedasen las personas buenas, que a todas las bebés y niñas/os del mundo les dejase de pesar la vida y les dejasen de sangrar las llagas que tenían en su cuerpecito. Que todos sus traumas desaparecieran, y los causantes de éstos murieran. Sí. Deseaba la muerte del mal mientras abrazaba a esa niña. Ella me mordisqueaba la camiseta, y yo quise morir por un momento allí también, abrazada a ella. No quería asumir la realidad del presente. Pero tenía que hacerlo, ambas debíamos hacerlo. 'That's the way it is, aunty Eli'. (Un 'Içi c'est comme ça' que viviría traducido años después).


Hace unos años esa niña con su abrazo lactante me sacudió la vida. Cada una de las niñas y niños con sus abrazos asfixiantes y sus súplicas de horror me resquebrajaron la vida. Cada manita que apretaba fuerte, cada tirón de mis brazos... cada gesto me fusiló por dentro todo lo que podía tener construído. Hace unos años fui notando cómo cada teoría, cada idea preconfigurada, cada manual de ética aplicada, cada discurso político, cada debate universitario, cada charla de colegas en un banco moría aplacada por una sola realidad palpitante: el latido de cada uno de esos corazones condenados al horror. Su corazón también palpita. Y todo lo demás no importaba ya. Lo más duro fue recomponerme. Tratar de seguir viviendo, ahora que ya sabía, ahora que me agarraban sus manitas y me roían la camiseta sus incipientes mordedores dientecitos... Lo más duro siempre es vivir, aunque sepas que estás en camino, aunque aprendas a tolerar tus propios límites y a no sobrepasarlos por salud (¡supervivencia propia!). Lo más duro es soltar su manita con brusquedad y quitarte sus miradas de encima cuando sabes que no puedes generar más sonrisas en el momento...

Hace años que asumo la responsabilidad de estar viva en este momento y en este lugar. Constato nuestro potencial, nuestra capacidad de generar lo no-habido.
Escuela maternal de Balepipi
Intento quejarme poco y trabajar mucho, hacerlo con amor y con verdadera esperanza de cambio, siempre alentado éste por los pequeños grandes logros que conseguimos en la vida de nuestras compañeras humanas/os. Y, aunque siempre es insuficiente, nunca deja de ser necesario cada paso que damos. Hago lo que puedo y siempre intento renovarme, renovar mi óptica, mis herramientas, adaptar mis objetivos, consolidar mis metodologías... siempre quiero más: mejorar, superarme, crecer, convertirme en algo mejor de lo que soy ahora. Porque mientras todas estas niñas y niños sigan sufriendo de la manera en que lo hacen, no habrá razón de más peso para movilizar a otras personas en su actuación: por el fin de la avaricia, de la corrupción, de la violencia indiscriminada, de la fabricación y el tráfico masivo de armamento, del abuso de poder sobre los cuerpos, del bloqueo de la autonomía de otras personas, el control de la libre circulación de la información, la tortura tolerada, la complicidad con regímenes totalitarios y tiranos... y tanto y tanto.

No hay libros que puedan contener un sentimiento, por mucho que lo intenten explicar; tal y como no hay partitura que pueda contener la música volando por el aire. Y es que el lenguaje siempre quedará limitado a una pequeña parcela de realidad. Pero las miradas y las manos... ¡ay! sólo pueden ser sentidas.


Me duele. Me pesa. Es un dolor agudo y oscuro. Retumba y repiquetea en mi pecho, como quitándome un poco el aire. Esas miradas. Esas miradas que se cruzan en mi vida porque yo he decidido venir a encontrarlas... Dicen que cuando pides consejo, según a quién consultes, ya estás determinando el tipo de respuesta que quieres oír. Es decir, que tú eliges, con tus actos, lo que quieres seguir haciendo, aunque lo disfraces de “influencias externas”... Por eso he venido aquí. Porque quiero saber lo que estas miradas tienen que decirme. Esas miradas anónimas, tan iguales todas ellas, tan distintas a mi mundo, cobrando un sentido nuevo: cada una en su contexto, irregular y diverso, cada una, como un mundo abierto a la necesidad y al cambio. En verdad, ninguna mirada fue nunca anónima. Era yo quien las homogeneizaba. Pum. Pum. Cada mirada latiendo. ¿No podéis oírlo también?

Transformar por segundos esa mirada de piedra en mirada de niña/o es lo mejor que siento, quizás lo mejor que vaya a sentir nunca: una plenitud que llena de vida y me lima el dolor más anclado... Las sonrisas: descubrir sonrisas en un rostro ausente, hacer que pasen los gritos y las agresiones, que la infancia vuelva de donde nunca debería haber escapado: la vida de las niñas/os.

Me duele la realidad, no os puedo mentir. Pero me hago fuerte, pienso que no queda otra opción si quiero hacer algo positivo. Y yo cambio rápido, para poder aportar algo y dejarme de tonterías. Para construir. Porque es necesario. Y es necesario hacerlo ahora. Aquí hay magia. Y aquí quiero estar. Me quedo.

Gracias por enseñarme a ser libre. Os quiero.”

-Isa-
Cartas desde lo negro.