Dedicado
a quienes logran mantener una actitud positiva cada día y cada
noche, a pesar de las fuertes presiones, los sangrantes contrastes y
la pesantez de los momentos difíciles. Muy en especial dedicado a
mis compañeras de esta gran aventura, Verónica y Zara, que sin
dificultad comprenderán cada palabra de las que vienen abajo, por
afrontar con valentía y amor a la lucha cada problema vivido. En
todos estos meses no he dejado de valorar la fortuna que supone
teneros a mi lado. Gracias.
Dedicado
a todas las compañeras/os que aún no conozco y que paralelamente
viven situaciones como las nuestras, hundiéndose en mares de dudas
para después salir a flote merced a su trabajo. A todas las/os que
están, en cualquier parte de la superficie que habitamos, sacando de
su llanto la fuerza para seguir adelante, creyendo en lo que hacen. Y
a todas las/os que no están ahora, que murieron escapando o bien
atrapadas en su rutina de sometimiento al autoritario. Que aún
mueren cada día. No os olvidamos.
Y
como siempre dedicado a ti, que me lees ahora, porque sin tu lectura
estas palabras quedarían como muertas en algún espacio de la red, y
tú las das vida... según las vas enlazando unas con otras en tu
lectura atenta. A ti, que persistes en tu trabajo diario de
recomposición tras derrotas que quizás aún no has compartido con
nadie. Ánimo, compañera, compañero. No estamos solas/os, y nada
puede extirparnos este conocimiento: la conciencia de que somos
muchas/os peleando en el mismo frente. Ánimo.
Como
esa carcajada ácida del final de las tragicomedias
que
deja un regusto agrio como de limón ennegreciéndose;
como
ese chiste que, a fuerza de agrandar los defectos de unas,
provoca
risas hirientes entre otras gentes.
Acidez.
Como
esa ropa empapada por la lluvia
que
provoca un frío incómodo
a
la espera de una toalla.
Ácidos
los días.
Como
cuando las niñas embarradas trasladan cubos
inmensos
de un agua lejana y cara
mientras
yo mastico una tostada untada.
Momentos
ácidos.
Como
ese ignorar alegre del sufrir intenso de la vida
que
llevamos cuando elegimos suavizante para el cabello
con
aroma de coco y piña.
Cargadas
de objetos caminamos
por
una tierra de pantalones polvorientos
y
pieles secas, deshidratadas.
No
me latigo, lo sé: no somos las únicas.
Las
burguesías locales lo arruinan todo,
arrodilladas
ante las burguesías extranjeras
que
mantienen sus privilegios.
Es
aún más complicado,
más
de lo que pensábamos.
Siento
acidez en el estómago,
una
bocanada de amarga bilis
de
vida diaria plagada de contrastes.
Nuestra
casa
Nuestra
casa no tiene muros
altos
como los de las fronteras de Europa.
Nuestra
casa no tiene muros
como
los de los ministros del partido.
Nuestra
casa no tiene muros,
no
tiene muros muy altos.
Por
eso las niñas/os se aglutinan en la puerta,
tras
la baranda, a mirar cómo comemos.
Dadme
una tregua, por favor.
Expulsamos
a los niños. No, en casa también no.
¿Cómo
me recompongo de esto?
Dejadme
de mirar, necesito mi espacio.
Mi
espacio. Un espacio privado.
Qué
facil es vivir tranquila en nuestros
pisos,
parques y países amurallados,
colmados
con alambres de espinos.
Y
hombres uniformados en las puertas.
Y
resulta que la tierra es común,
que
no hay fronteras para la necesidad.
Y
mirarlo a la cara es amargo.
A
veces un plato de arroz para las niñas que vienen.
Hoy
una peli, hoy unas canciones.
Hoy
unos cuadernos
que
sobraban de las donaciones.
Hoy
dejadnos tranquilas, no podemos más.
No
podemos mantener a todas las niñas/os del pueblo.
No
podemos solucionar vuestros problemas.
Ha
sido un día duro de trabajo y de vida
y
necesitamos una desconexión.
Y
aquí no tenemos muros.
Echo
de menos los muros.
¿Hipocresía?
No. Humanas.
Somos
humanas. Y esto es mucho.
La
cabeza nos estalla. Soy sincera.
El
transporte
La espera.
Esperamos a que se llenen
los autobuses.
Esos autobuses traídos de
Europa y Asia,
fabricados especiales para
aquí.
Donde allí caben 30 plazas,
aquí son 70.
Ocho en un cinco plazas:
cuatro alante, cuatro atrás.
Siempre crees que no caben,
y siempre caben. Cabemos.
Se presionan los límites,
si es que los hay. Empujan.
Lunas agrietadas como raíces
de árboles,
expandiéndose por toda la
superficie.
Puertas que se abren con
alambres y
con truco, ruedas que,
mordidas,
pinchan cada corto viaje.
Las motos. Dos ruedas para
tres o
cuatro personas, y las
cargas,
y las mesas, y los cerdos,
y las cabras.
Mientras, me imagino, las
tecnologías
en airbags, y los coches
automáticos,
y las lunas nuevas,
de ésas que se oscurecen
con el sol.
Me imagino las campañas de
de seguridad vial de allí
y las multas por embriaguez.
(Las multas por casi todo)
Los hombres. Los señores
del transporte,
los maridos y los padres,
conductores de las vidas
de todas las poblaciones.
Bebiendo. Gastando.
¡No, mujer, hay de todo!
Ya.
Y mientras,
las pequeñas/os se me
acercan
vendiendo clínex y chicles,
galletas y linternitas,
calcetines y libretas.
Miro por el cristal de
polvo:
no quiero nada, gracias.
Y si insisten, casi les
echo,
aunque mantengo la simpatía
con esa sonrisa rancia...
jugando a adivinar su edad.
Hoy vi un coche quemado.
Ayer, del bus salía humo.
Las ruedas también se
pincharon.
La velocidad es excesiva.
Mucho riesgo, mucho.
Cuanto más rápido, más
viajes:
más francos que puedes
ganar.
Echo de menos el transporte
rico,
el que sale de las
estaciones a punto
estén vendidos o no todos
los billetes,
el que tiene cinturones
y respeta unas normas
básicas.
Echo de menos un coche.
¿Me avergüenzo? No.
Sólo estoy cansada de tener
tanto miedo
evitable. Pero es lo que
hay.
Somos una más aquí.
Nuestra vida vale lo mismo.
Algunas
rutinas
I
No tenemos máquina
lavadora.
Qué ausencia notable, para
tantos
días en una tierra tan
polvorientas
y tan plagado el cuerpo de
sudores.
Qué ausencia... para
nosotras.
Nuestros jabones y barreños
se llenan de agua limpia que
conseguimos
sin gran dificultad,
comparándola a
la local, claro.
Seguimos sin ser iguales.
¿Queremos?
¿Podríamos soportar más?
¿Deberíamos?
Las mujeres y las niñas
andan mucho
para lavar sus ropas y las
de sus maridos
o hermanos en esos
riachuelos azules
por los vertidos. Con
jabones imaginados
a veces. Tengo náuseas.
Tenemos.
Una náusea de injustos
momentos.
(Suerte que tengo dinero
para pagarme
unas medicinas que me
suavicen la acidez).
Jabones y agua limpia.
Y unos barreños. No se
necesita más
para lavar la ropa. Y muchas
sueñan,
sueñan con tenerlo. Sólo
eso. “Sólo”.
Yo sueño ahora con una
lavadora
que me quite este dolor de
brazos
y este cansancio pesado. Son
muchos días.
II
Puedo tenerla, cuando decida
huír de
esta realidad. Maldita
fortuna la nuestra.
Una decisión libre, un
manojo de papeles
morados de diez mil francos
que salen de
un cajero bancario, en el
que sólo veo
blancos y cameruneses ricos.
Y los bancos son como en
Europa.
Son como siempre, iguales en
todo el mundo,
al menos el mundo (poco) que
conozco.
Como las gasolineras,
con esa construcción
genérica,
ese único resquicio
occidental
que me hace sentir como en
casa.
Cuando piso una gasolinera,
me siento como en el barrio.
Me sube una ola ácida de
nuevo.
¿De dónde vengo yo?
Y me repito, nos repetimos,
que nada es casual.
III
Hemos visto estaciones
petrolíferas
explotadas por la France.
Con trabajadores/as
uniformadas/os como ahí
arriba hacemos.
Y de nuevo la sensación de
estar en casa
al ver a los obreros/as con
monos amarillos y
naranjas chillones, cascos
blancos y botas
de punta de acero.
Vaya, el petróleo me
recuerda a
“chez moi”. Casi todo lo
demás, me es ajeno.
¿Quién soy, quiénes
somos, compañera?
IV
Los mercados me atosigan
(ya os lo conté hace
meses),
con sus montones de gente
agarrando y empujando,
ofreciendo y pidiéndonos
tanto...
Nos satura el día. Muchos
ojos fijos
nos han atravesado hoy el
cuerpo,
el alma, o lo que sea
atravesable así.
Encierran a la vecina para
que no se
escape: nacer con
discapacidad intelectual
o física es una culpa
imperdonable.
Mejor compramos en el
supermercado.
Ese a estilo europeo que
tiene pasillos
plagados de productos que un
ínfimo
porcentaje de la población
del país
podrá adquirir. Y ahí
estamos nosotras.
Y me siento como en casa.
V
¿Quién cojones soy?
Compañera, abrázame.
Esto es demasiado fuerte.
Sí, mejor compremos
galletas con chocolate.
Esa acidez vuelve.
Tragico-cómica.
Salimos con las bolsas
llenas.
Nada en relación con lo que
compraríamos
(y compráis, lectoras/es
presentes)
allí en esa parte. Aquí
mucho menos.
Pero mucho más de lo que la
mayoría
podría asumir en muchos
años.
Un señor herido se acerca a
pedirnos
cien francos. No,
perdone. Lo siento.
Y vaya que si lo sentimos.
Jodida contradicción
constante.
Y nos animo, diciéndonos
que no seamos
tan duras, que al menos lo
estamos intentando.
Pero nos escuece la herida,
nos pica, nos roza la llaga
con el paso a paso del
caminar.
Y nos apartamos a los niños
de la calle
que vienen a agarrarnos del
brazo.
Poco a poco, tenemos que
asumir
contradicciones. No cargar
con culpa,
sacar la fuerza, cantar con
el ukelele
y comer colacao caliente con
galletas.
O si no, lo dejamos todo. Y
no queremos.
La leche en polvitos NIDO,
de Nestlé.
El Nescafé, ese café
robado de estas tierras
para volver fabricado en
sachets de 50 FCA.
Robar materias primas,
vender productos
manufacturados. Estamos aún
ahí.
Y cómo escuece, sí. Será
el Relec...
El dinero no circula.
La
maladie: el dinero, o la resignación
Sin dinero, no hay salud.
No hay cartilla, no hay
transporte
que te acerque al médico,
no hay medicina.
(Ya os hablé también de
ello).
Vete a casa.
No tengo dinero. Por
favor tenga piedad
de mi hijo enfermo. Lo
buscaré, buscaré
cómo pagarle.
Vete a casa.
La muerte le espera. A él y
a ti.
Unos días de llanto intenso
y rabia,
y seguirás adelante con tus
días.
Sin dinero, esa es tu
receta.
Y paciencia. Porque no hay
nada más
que se pueda ofrecer y sea
gratis.
'Ça va aller'. Es que no
hay más opciones.
Resignación aprendida a la
fuerza.
Mientras, me siento muy
cansada.
Voy a coger uno de mis
medicamentos de
mi bolsa repleta de ellos.
Irónica vida.
Esa carcajada fúnebre...
El mundo del que venimos.
Del que vengo.
Me meto arropada en el saco
de dormir.
Para luego salir, claro.
Pero me meto.
No os escondo nada, os lo
quiero contar todo.
Pon
una blanche en tu vida
...O de los privilegios
no meritorios,
sino fortuitos, de
gracia,
como los de haber nacido
donde y como lo hemos
hecho nosotras.
Y sólo tratamos de ser
consecuentes,
de asumir la
responsabilidad que nos toca,
por venir con tantas
oportunidades de serie,
gratuitas. Somos
responsables.
Y tenemos que estar
orgullosas, compañeras...
Las miradas, los saludos,
los cariños o los abusos de
la gente.
Eres la primera persona
blanca con la que hablo,
me encantaría casarme
con una blanca/o,
quiero ser como tú
(ya he hablado de eso
también)
Sonrisas y respetos.
Gente buena.
Tratos preferentes.
Nos reservan el asiento
delantero.
Nos agasajan o nos timan.
Discriminación positiva, o
negativa.
Y las miradas.
De admiración o envidia.
Ojalá fuera tú,
tuviera tu pelo, viviera en
tu casa.
Ojalá mi vida fuera la
tuya.
Y aquí estamos nosotras,
con nuestra vida.
Sin poder salir de nuestra
blanca cobertura
que es la piel. Sólo
trabajando,
y tratando de no morir en el
intento.
Para sobrevivir, y contarlo.
Hay gente buena,
tampoco me cansaré de
cantarlo.
Porque hundirnos, no quiero,
ni pienso permitirlo.
Un
honor, la esperanza,
un
orgullo tener una blanca
entre
mi grupo de amigas/os.
Por
favor, dame tu número.
Y
un acoso constante,
de
machos y machirulos
que
no sabes cuándo empezar
a
romper de cuajo.
Allí
todo lo teníamos tan clarito...
Y
como una taza de café amargo
que
pasa lento por dentro del cuerpo
termino
este escrito
en
el ordenador que traje de España,
a
pocos metros de muchas personas
que
no han visto en su vida uno.
Gracias
por haber leído hasta aquí. Eso es que te importa algo toda esta
cuestión de la acidez de la vida, de la que tanto nos hemos venido
protegiendo en nuestra vida. Igual me tomo un Almax, me lo voy a
pensar. Vida callosa.
Muchos
abrazos,
os
quiero y os animo,
os
mando mucha fuerza y amor.
No
dejaremos de intentarlo,
una
vez más lo repito.
-Isa-