“Hay
muchas niñas/os que no tienen ya sueños, a quienes les ha vencido
la resignación, que tienen miedo, a quienes les duele vivir, que
están atrapadas/os en su rutina... hay muchas niñas solas/os. Yo
quiero estar de su lado, mamá y papá. Yo quiero darles algo de lo
mucho que me habéis dado. Quiero hacerles sentir que no están
solas/os. Que sí pueden, que sigan adelante, que son personas
valiosas. Quiero que el mundo les hiera menos, con su desprecio y con
su (nuestra) indiferencia. Quiero que sonrían. Quiero darles amor,
oportunidades, confianza, apoyo, refuerzo. Por eso, por todo eso,
estoy aquí hoy. Y eso, de alguna remota manera, hace que sea feliz.
Gracias.
Tenía
que conocer todo esto, tenía que saber lo que está pasando, para
poder aplicar una respuesta adaptada. Tenía que saber de qué iba el
mundo. Y ahora algo más sé. Lo que sé me duele mucho, no puedo
engañaros. Pero estoy agradecida de saber, de poder hacer algo para
cambiar realidades concretas. Ignorar no era una opción válida para
mí, lo sabéis. Estoy dispuesta a seguir haciendo reír a todas las
niñas y niños que me cruce en mi camino. Estoy dispuesta a darles
amor y respeto, a trabajar lo mejor posible para que sean más
libres, para que puedan desarrollar todo su potencial, para que sean
semilla del cambio positivo y nunca más testigos y cómplices del
horror y el tormento. Quiero hacer todo eso. Y lo voy a seguir
haciendo. No encuentro sentido a nada más que eso en mi vida.
Gracias. Gracias.
Os quiero”.
Hace
unos años pensaba en todo lo que podía (yo) ayudar a aliviar el
dolor en la infancia castigada por el sistema-global (que tiene un
nombre, aunque dé no-sé-qué decirlo a muchas: capitalismo, sí, este
sistema en el que los excedentes de producción alimentaria se tiran
y las patentes farmacéuticas impiden la universalización de los
servicios médicos; el mismo que entrega armamento pesado a niños de
nueve a trece años para que puedan matar a otros humanos. Sí, este
sistema en el que nuestra indiferencia hacia el sufrimiento ajeno es
condición suficiente para que se perpetúe el horror ordenado, la
violencia selectiva...). Trabajando
por unos y otros rinconcitos de la ciudad, decidí un día coger un
macuto (demasiado pesado, pienso ahora), y adentrarme en parte de las
entrañas de la barbarie para la infancia, donde cada día se
encontraban bebés entre las montañas de basura y se utilizaban los
cuerpos de las niñas/os para el tráfico (diría "ilegal",
pero a este punto es casi irrelevante) de órganos humanos... Donde
hasta los orfelinatos daban miedo, eran cárceles permanentes de
gritos, palizas, ratas y enfermedades contagiosas, que sólo (que no
es poco, ¡por las diosas!) servían para garantizar la no-muerte.
Estaba a miles de kilómetros de casa, pero tuve que hacer de eso mi
casa (temporal, siempre supe que temporal, ¡bendito mi privilegio!).
Con
los golpes, gritos, miradas y agarres de auxilio, con los ojos
muertos de esperanza de cada una de las niñas y niños que me he ido
topando en mi camino, he ido cambiando profundamente: muchas
estructuras se han ido cayendo, al tiempo que otras nuevas visiones
(sentires, pesares, dolores) sobre el mundo se han ido instalando,
haciendo que mi mirada sea otra, siempre nueva, renovándose. No me
preocupa lo mismo, mi escala de valores permanece inquebrantable, mi
escala de dolores también. Serenidad, perseverancia, aceptación de
lo existente, amor y mucho de inspiración y arropo colectivo (de
esos en los que tanto insisto “referentes positivos”) permiten
mantenerme en pie y emprender nuevas rutas (con mucha suela que
gastar...).
Hace
unos años pensaba en el gran potencial humano que tenemos para
aliviar ese injusto sufrimiento de nuestras niñas y niños que nacen
y respiran hoy los densos aires de podredumbre y plástico quemado
que les dejamos respirar. Y es que, hace
unos años, mientras pensaba todo eso, abracé por primera vez uno de
esos cuerpecitos de infancia destinados a morir. Destinado a vivir el
desamparo, el sufrimiento físico más agudo, la soledad y la
ignorancia de su crecimiento. (Falta de estímulos, falta de cariño,
falta de salud básica, falta de respeto...) Abracé su cuerpo, en el
patio de esa cárcel que era el orfelinato, entre los muros de esa
cárcel que era su país, entre los alambres de espino franqueados
por armas de fuego que eran su pobreza. La temida “maldición de
ser pobre”, una realidad consentida y perpetuada por otros humanos.
Abrazaba su cuerpo en esa noche estrellada, como lo son todas las
noches en las que no hay lluvias torrenciales en ese rinconcito
abierto del planeta, y sentía como sus primeros dientes
mordisqueaban mi camiseta. (¡Quizás
era la única persona en el mundo que se daría cuenta de eso, de sus
primeras mordidas, de sus primeros balbuceos, de sus primeros
movimientos erguidos y primeros usos de la motricidad gruesa!)
Abrazaba a esa niña-bebé mientras quería que todo se detuviese.
Que murieran todos “los malos” y sólo quedasen las personas
buenas, que a todas las bebés y niñas/os del mundo les dejase de
pesar la vida y les dejasen de sangrar las llagas que tenían en su
cuerpecito. Que todos sus traumas desaparecieran, y los causantes de
éstos murieran. Sí. Deseaba la muerte del mal mientras abrazaba a
esa niña. Ella me mordisqueaba la camiseta, y yo quise morir por un
momento allí también, abrazada a ella. No quería asumir la
realidad del presente. Pero tenía que hacerlo, ambas debíamos
hacerlo. 'That's the way it is, aunty
Eli'. (Un 'Içi
c'est comme ça'
que viviría traducido años después).
Hace unos años esa niña con su abrazo lactante
me sacudió la vida. Cada una de las niñas y niños con sus abrazos
asfixiantes y sus súplicas de horror me resquebrajaron la vida. Cada
manita que apretaba fuerte, cada tirón de mis brazos... cada gesto
me fusiló por dentro todo lo que podía tener construído. Hace unos
años fui notando cómo cada teoría, cada idea preconfigurada, cada
manual de ética aplicada, cada discurso político, cada debate
universitario, cada charla de colegas en un banco moría aplacada por
una sola realidad palpitante: el latido de cada uno de esos corazones
condenados al horror. Su corazón también palpita. Y todo lo demás
no importaba ya. Lo más duro fue recomponerme. Tratar de seguir
viviendo, ahora que ya sabía, ahora que me agarraban sus manitas y
me roían la camiseta sus incipientes mordedores dientecitos... Lo
más duro siempre es vivir, aunque sepas que estás en camino, aunque
aprendas a tolerar tus propios límites y a no sobrepasarlos por
salud (¡supervivencia propia!). Lo más duro es soltar su manita con
brusquedad y quitarte sus miradas de encima cuando sabes que no
puedes generar más sonrisas en el momento...
Hace años que asumo la responsabilidad de estar
viva en este momento y en este lugar. Constato nuestro potencial, nuestra capacidad de generar lo no-habido.
Intento quejarme poco y
trabajar mucho, hacerlo con amor y con verdadera esperanza de cambio,
siempre alentado éste por los pequeños grandes logros que
conseguimos en la vida de nuestras compañeras humanas/os. Y, aunque
siempre es insuficiente, nunca deja de ser necesario cada paso que
damos. Hago lo que puedo y siempre intento renovarme, renovar mi
óptica, mis herramientas, adaptar mis objetivos, consolidar mis
metodologías... siempre quiero más: mejorar, superarme, crecer,
convertirme en algo mejor de lo que soy ahora. Porque mientras todas
estas niñas y niños sigan sufriendo de la manera en que lo hacen,
no habrá razón de más peso para movilizar a otras personas en su
actuación: por el fin de la avaricia, de la corrupción, de la
violencia indiscriminada, de la fabricación y el tráfico masivo de
armamento, del abuso de poder sobre los cuerpos, del bloqueo de la
autonomía de otras personas, el control de la libre circulación de
la información, la tortura tolerada, la complicidad con regímenes
totalitarios y tiranos... y tanto y tanto.
Escuela maternal de Balepipi |
No hay libros que puedan contener un sentimiento,
por mucho que lo intenten explicar; tal y como no hay partitura que
pueda contener la música volando por el aire. Y es que el lenguaje
siempre quedará limitado a una pequeña parcela de realidad. Pero
las miradas y las manos... ¡ay! sólo pueden ser sentidas.
“Me
duele. Me pesa. Es un dolor agudo y oscuro. Retumba y repiquetea en
mi pecho, como quitándome un poco el aire. Esas miradas. Esas
miradas que se cruzan en mi vida porque yo he decidido venir a
encontrarlas... Dicen que cuando pides consejo, según a quién
consultes, ya estás determinando el tipo de respuesta que quieres
oír. Es decir, que tú eliges, con tus actos, lo que quieres seguir
haciendo, aunque lo disfraces de “influencias externas”... Por
eso he venido aquí. Porque quiero saber lo que estas miradas tienen
que decirme. Esas miradas anónimas, tan iguales todas ellas, tan
distintas a mi mundo, cobrando un sentido nuevo: cada una en su
contexto, irregular y diverso, cada una, como un mundo abierto a la
necesidad y al cambio. En verdad, ninguna mirada fue nunca anónima.
Era yo quien las homogeneizaba. Pum. Pum. Cada mirada latiendo. ¿No
podéis oírlo también?
Transformar
por segundos esa mirada de piedra en mirada de niña/o es lo mejor
que siento, quizás lo mejor que vaya a sentir nunca: una plenitud
que llena de vida y me lima el dolor más anclado... Las sonrisas:
descubrir sonrisas en un rostro ausente, hacer que pasen los gritos y
las agresiones, que la infancia vuelva de donde nunca debería haber
escapado: la vida de las niñas/os.
Me
duele la realidad, no os puedo mentir. Pero me hago fuerte, pienso
que no queda otra opción si quiero hacer algo positivo. Y yo cambio
rápido, para poder aportar algo y dejarme de tonterías. Para
construir. Porque es necesario. Y es necesario hacerlo ahora. Aquí
hay magia. Y aquí quiero estar. Me quedo.
Gracias
por enseñarme a ser libre. Os quiero.”
-Isa-
Cartas desde lo negro.
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